Había una vez un joven llamado Tiago, que vivía junto con su padre Tomé, su madre Ilda y su pequeña hermana Nela en una humilde casa cerca de la zona hoy conocida como Pontevedra.

Cierto día, su padre se lastimó la espalda trabajando. El encargado del puerto, que estimaba mucho a Tomé, lo hizo atender por un hombre versado en la cura de los padecimientos del cuerpo y éste le dijo que podría sanar sólo si permanecía en cama durante seis meses, al menos, sin hacer ningún esfuerzo.

Entonces Tomé mando a llamar a Tiago y le dijo:

—Hijo mío, sé que sólo tenes diez años y que por algo Dios no ha querido darte un cuerpo robusto, pero a partir de ahora deberás ganar el sustento para la familia; ya no serás sólo una valiosa ayuda, en ti recae ahora la responsabilidad de traer la comida cada día a tu madre y a tu hermanita.

Tiago, que permanecía escuchando atentamente con las manos en los bolsillos, sacó la derecha, se frotó su larga nariz con un dedo flaco y asintió:

—Así lo haré, padre.

Rápidamente fue contratado por el encargado del puerto. Pero mientras los demás habían cargado tres veces, Tiago todavía no había podido levantar el primer bulto. No era rápido para enrollar cuerdas y ni siquiera podía arrastrar bolsas. Al terminar su primer día laboral se le había salido la piel de las manos, su cuerpo estaba lleno de moretones y parecía que sus ojos se hubieran hundido dentro de sus cuencas.

Al día siguiente bien temprano, como si fuera un alma que arrastrara su cuerpo, Tiago se presentó puntualmente a su trabajo. En cuanto el encargado del puerto lo vio, lo llamó a gritos y cuando el flacucho muchacho se acercó le dijo:

—Mira, Tiago, yo sé que tu padre es un buen hombre ¡y vaya que tú también eres un buen chico!, pero no quiero cargar con la culpa de tu muerte.

—¿Mi muerte, señor? —preguntó el muchacho totalmente extrañado.

—¡Sí, tu muerte, pues si sigues trabajando aquí, tu alma se te escapará del cuerpo!

—¡No me despida, señor! —rogó Tiago juntando las manos tal como si orara.

—¿Pero qué quieres que haga? ¡Muchacho, ni siquiera puedes arrastrar tu propia alma! Mira, lo mejor es que busques empleo en otra cosa, en algo que vaya más con tus aptitudes físicas.

Tiago se fue del puerto y comenzó a ofrecer su brazo para tareas rurales: levantar la cosecha, sembrar, darles de comer a los animales… pero estaban todos los puestos ocupados y por lo tanto no conseguía trabajo en ningún lado.

Pasaban los días y él no se daba cuenta de que, de tanto buscar en vano, se estaba alejando cada vez más de su casa, internándose más y más hacia el sureste. En una de esas ocasiones, cuando la noche lo sorprendió, tomó la decisión de no regresar al hogar paterno hasta tener un empleo, pues no pensaba volver con las manos vacías.

Y así fue transcurriendo el tiempo. Tiago dormía allí donde encontraba un hueco. Comía setas silvestres. Cada tanto alguna que otra persona lo veía tan flaco que le regalaba una fruta o un pedazo de pan.

Tiago no se daba por vencido y así caminó y caminó hasta que llegó a una zona árida y montañosa, donde escuchó ruidos de golpes provenientes de las bocas de grandes cuevas. Comprendió que los producían algunas personas al picar la piedra. ¡Una mina! ¡Un trabajo!

De inmediato se presentó ante el capataz y éste lo miró de arriba abajo con el ceño fruncido. Tiago pensó, por la actitud que demostraba el hombre, que de nuevo la buena suerte lo esquivaría, pero ante su sorpresa éste le dijo finalmente:

—No tendrás gran fuerza, pero servirás para pasar por los huecos pequeños que van apareciendo en el interior de la mina, colocar lámparas, acarrear agua y materiales. Como recién empiezas y no conoces el oficio, te pagaré la mitad de lo que les pago a los demás. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, señor —se apuró en decir el muchachito.

Tiago no protestó puesto que había logrado lo que quería: ¡tenía trabajo!

El capataz llamó inmediatamente a un hombre alto y fornido que lo llevó hasta el arcón de las herramientas donde le dio un pico y una lámpara. Sin decir más se internaron por un gran túnel oscuro hacia el interior de la tierra, donde Tiago sintió de repente el extraño olor de la humedad que parecía inundarlo todo. Pronto sus ojos se acostumbraron a la falta de luz y vio que los demás mineros conversaban en susurros y lo miraban de reojo. El muchacho no les brindó la menor importancia.

—Aquí —le indicó el hombre que lo había guiado—. Pegas con el pico así, busca la raja en la piedra, ten cuidado con la lámpara, son caras y si la rompes se te descontará de tu salario. Si tienes algún problema, grita. ¿Has entendido?

Tiago asintió repetidas veces.

El hombre se iba a ir, pero retrocedió y agregó:

—Y otra cosa, si encuentras de repente un agujero redondo, no grites, ven a buscarme de inmediato o ve con el capataz, pero no se lo digas a nadie.

El hombre se fue y a Tiago se le hizo un nudo en la garganta. ¿Agujero redondo en la piedra? ¿Acaso no estaban picando para hacer agujeros en la roca?

Dejó de pensar y comenzó a dar sus primeros golpes. La piel de sus manos se volvió a salir y cada vez que estornudaba sacaba polvo de sus pulmones, pero con el paso de los días sus brazos se hicieron más fuertes y los moretones de su cuerpo fueron desapareciendo.

También, durante ese tiempo, Tiago intentaba escuchar los comentarios de los demás mineros. Notaba que había perturbación y hasta quizás miedo en ellos, que ocultaban algo…

Una noche en que todos habían bebido de más y ya sólo quedaban unos pocos sentados alrededor del fuego, un minero viejo de piel arrugada dijo:

—Díganle al muchacho, tiene derecho a saber…

—¡Estos túneles están malditos! —dijo uno de los hombres como si no se pudiera contener.

—Así es, todos pensamos lo mismo. Cada vez que abrimos un nuevo túnel hacia el este aparecen esos agujeros redondos y se desploma.

—Esos derrumbes ya le han costado la vida a más de diez buenos hombres.

El minero viejo se puso a toser y cambió de posición. Los demás hicieron lo mismo. Tiago vislumbró la figura del capataz que se acercaba.

—Creo que sería bueno que se fueran a dormir —sugirió éste, pero era una orden. Y agregó: —Mañana es día de trabajo.

Tiago se acomodó en su manta, pero a pesar del cansancio no pudo dormir en toda la noche pensando en los agujeros redondos y los derrumbes.

Al otro día todos trabajaron como siempre. Estaba llegando la tarde cuando Tiago arrojó un golpe de pico con tan inusitada fuerza que hizo que toda la pared de roca sólida que tenía delante de él se desmoronara. Entonces, con rápido y casi instintivo movimiento de supervivencia, se cubrió la cabeza y el rostro para protegerlos. En cuanto cesó el ruido, el muchacho miró la roca y el corazón le dio un vuelco. Más que grande fue su estupor cuando vio delante de él un perfecto agujero redondo, como si hubiera sido tallado adrede en la roca.

La primera intención de Tiago fue gritar, pero luego recordó lo que le habían dicho y salió corriendo a toda la velocidad que le permitían sus flacuchas y débiles piernas.

Una vez fuera del túnel se detuvo mirando hacia todos lados en busca del capataz. No lo vio por ninguna parte. Fue entonces corriendo hasta el arcón de las herramientas y allí lo encontró.

—¡El agujero! —dijo Tiago casi sin aliento—. ¡Apareció un agujero redondo!

—¿Lo gritaste? ¿Se lo contaste a alguien?

Y mientras el muchacho meneaba la cabeza en señal de negación dijo:

—Vine directamente corriendo a buscarlo a usted.

En cuanto giraron para dirigirse a la mina, se encontraron con todos los mineros, que los estaban esperando con sus herramientas en las manos. El capataz se detuvo, sacó pecho y les dijo:

—¿Qué les pasa? ¿No van a trabajar?

—¡Otro agujero, señor, otro agujero en el medio de la piedra! —dijo el minero más viejo.

—No queremos morir, señor, cada vez que encontramos uno de esos agujeros el túnel se desploma.

El capataz miró a Tiago y le dijo:

—¿Eres lo bastante pequeño como para pasar por el agujero, muchacho?

—Sí, señor, pero no tengo experiencia y…

—Esta vez no romperemos el agujero, mandaremos a alguien para que pase del otro lado.

El grupo de hombres rodeó a Tiago como si fuera alguna clase de héroe. Le entregaron un pico pequeño y una lámpara llena de aceite.

Mientras avanzaban hacia el túnel Tiago sintió que las piernas le comenzaban a temblar. El capataz apoyó una mano sobre el hombro del muchacho y le dijo:

—Si entras y aseguras el túnel, te pagaré lo mismo que a los demás mineros.

Y aunque esas palabras le dieron aliento, no hay dinero que pague el precio del miedo. A una distancia respetable el grupo se detuvo y el muchacho continuó el camino solo. Ahora el agujero era mucho más atemorizante que antes y una extraña ventisca fría penetraba por él.

—¿Hay alguien ahí?

Una corriente de aire fresco le acarició el rostro poniéndole los pelos de punta.
—Bueno, con permiso, voy a entrar… —dijo Tiago de manera respetuosa. Metió la lámpara, el brazo y luego la cabeza y cuando miró hacia adentro se encontró con una extraña criatura de pequeña estatura y larga barba blanca.

Los dos se quedaron en completo silencio, mirándose el uno al otro.

—¿Sí? —dijo la extraña criatura.

—Yo… yo… ¿Qué eres? ¿Eres un duende?

—Así es, humano intruso. ¿Qué haces en mi casa?

—¿Casa? —siguió preguntando Tiago completamente asombrado.

—Pero pasa, hombre, de una buena vez, me estás haciendo sentir incómodo a mí —dijo el pequeño anano galego (porque, ¡por supuesto!, de esa clase de duende se trataba), y sin esperar respuesta de Tiago lo tomó de una mano y lo depositó en el suelo como una pluma.

—¡Por favor, no me haga daño, señor! —aulló el muchacho que ya había soltado el pico y la lámpara.

—¿Daño? ¡Nosotros… daño a ustedes? ¡No! ¡No! ¡Son ustedes los que rompen nuestra aldea! ¡Ustedes! ¿Por qué no se van a romper las piedras a otro lado? ¿Por qué vienen a romper nuestras casas?

—Pero los derrumbes, los mineros que…

—Si continúan picando, derrumbaremos el túnel.

—¡Pero si derrumban los túneles mis compañeros morirán!

—¡Si siguen excavando, todo mi pueblo morirá!

—Pero si no cavamos, no cobraré mi salario, y si no gano dinero, mi familia morirá de hambre.

—¿Así es que todo este asunto del golpeteo es por dinero? —dijo el eCaribbean Bluenano mientras se enroscaba la barba blanca con un dedo.

—Es nuestro trabajo…

—¡Y nosotros respetamos mucho el trabajo! ¿O piensas que porque vivimos aquí dentro no trabajamos, eh? Sin embargo, no puedo permitir que sigan destruyendo nuestra ciudad, y por lo tanto, tendré que ponerle un drástico punto final a este atropello, pero tú me has caído simpático. Me gustó eso de que pidieras permiso a pesar de que no me habías visto… Ven.

Tiago miró para un lado y para el otro pero no veía hacia dónde quería el anano que lo siguiera.

—¡Vamos! ¡Ven! ¡Sígueme! Te mostraré algo que ningún humano ha visto jamás…

El duende le dio la espalda, empujó unas piedras como si fuera barro y pronto apareció un pequeño túnel. Penetró en él y comenzó a andar con pasitos cortos y rápidos. Tiago se apuró en seguirlo, avanzando sobre sus manos y rodillas puesto que la altura del túnel estaba hecha a la medida del anano.

El anano lo llevó por unos pequeños pasadizos en los que Tiago casi no cabía, pero cada vez que se quedaba atorado, el duende se daba vuelta, acariciaba la piedra de las paredes y el túnel se ensanchaba. Además, y a pesar de no llevar ningún tipo de lámpara, había cierta luminiscencia en el anano que iluminaba los túneles. Por último llegaron al final del recorrido, que terminaba en una pesada puerta de piedra tallada con extraños símbolos.

—Bienvenido a mi hogar —le manifestó el anano.

El duende abrió la puerta y Tiago no podía terminar de ver todo lo que se ofrecía ante sus ojos: un mundo subterráneo poblado de duendes grandes, jóvenes, pequeños, viejos, chicos, hombres y mujeres que trabajaban, jugaban, reían, cocinaban, lavaban, viajaban… ¡Era increíble!

—Guarda esta imagen en tu corazón, porque nunca más la verán ojos humanos.

Tiago temblaba de emoción y de asombro y no tenía palabras para decir lo que sentía ni para agradecerle al duende.

—Éste es mi regalo para ti.

—¿Qué quiere decir, señor?

—Me has hecho entender que los hombres no se detendrán. Tú debes salvar a tu familia y yo debo salvar a la mía. Sobre mí recae toda la responsabilidad del pueblo. Ahora que esta mina está vacía, la voy a derrumbar. Debo salvar a mi pueblo.

—Pero…

—Adiós, mi querido Tiago, y gracias por tu visita…

El anano inspiró profundamente como si absorbiera dentro de él todo el aire que había en la cueva, y los cachetes se le volvieron colorados como si fueran de metal calentados en una fragua; de pronto, abrió los labios y dejó escapar un soplo que se transformó rápidamente en un terrible viento que se arremolinó alrededor de Tiago y comenzó a arrastrarlo por los aires, haciéndolo atravesar todos los pasadizos que había recorrido con el duende, hasta que llegó al agujero redondo y todavía siguió volando en ese remolino de viento que iba derrumbando los túneles y las vigas a medida que pasaba. Al fin salió disparado fuera de la entrada de la mina y cayó sobre el suelo. Detrás de él llegó el estrépito de los túneles derrumbándose y una gruesa capa de polvo que cubrió todo.

Los hombres se alejaron corriendo del lugar, dejando sus herramientas y pertenencias. Al rato el insólito viento comenzó a amainar pero la tierra todavía temblaba. Tiago se sentía aplastado contra el suelo, estaba algo golpeado pero se encontraba bien; sin embargo, al ver el terror de los demás mineros, que huían despavoridos, se puso de pie inmediatamente y corrió hacia su casa.

Después de tres días de andar llegó por fin, exhausto, a su hogar. Su madre y su hermana lo miraban desde lejos sin reconocerlo, porque en esas jornadas de minero Tiago se había convertido en todo un hombre, estaba mucho más alto y corpulento, le había crecido el cabello y una barba rala comenzaba a asomar en su mentón.

Nela fue la primera que lo reconoció y, al hacerlo, exclamó eufórica:

—¡Es Tiago, es Tiago, madre! —y corrió a abrazar a su hermano.

La alegría iluminó el rostro de todos. Pronto lo hicieron pasar a la casa, pero al llegar ante la cama de su padre convaleciente, éste le gritó:

—¡Me has defraudado, Tiago! ¡Te dije que la responsabilidad de la familia caería sobre ti y nos abandonaste! ¿Tan mal padre he sido que en el momento de más necesidad te largas abandonando a tu familia a la buena de Dios?

Tiago, que desbordaba de felicidad porque había vuelto a su hogar y estaba ansioso por contarle a su querida familia sus aventuras y el encuentro con el duende, al recibir los reproches de su padre, se encogió de hombros y metió las manos en los bolsillos, como hacía siempre que lo retaban.

Sin embargo, ahora los bolsillos estaban llenos de piedritas que le pinchaban las manos. Las apretó con furia para descargar su bronca deshaciéndolas, pero eran muy duras; entonces, tomó un puñado en cada mano, las sacó del bolsillo y se puso a observarlas con detenimiento.

¡No lo podía creer! Sus bolsillos estaban rebosantes de piedras preciosas. De pronto Tiago se dio cuenta de que su padre aún lo seguía retando. Para «taparle la boca», vació los dos puñados sobre la cama, y el padre, al comprender lo que veían sus ojos, se quedó mudo.

De inmediado, la alegría embargó a toda la familia. Había tantas pero tantas piedras preciosas en la casa, que ninguno tendría que trabajar nunca más por el sustento, y todos podrían ser dueños de la querida tierra en la que vivirían felices hasta el fin de sus días.

Selección y traducción de Roberto Rosaspini Reynolds y Máximo Damián Morales.


Por Silvana

3 comentarios en «Os ananos galegos»

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